Soy un corazón sin dirección postal,
sin país, sin nombre,
sin un lugar donde encajar
en este mapa hecho de muros invisibles.
Camino entre cuerpos sin alma,
sonrisas de plástico y miradas huecas,
en una sociedad que ha cambiado la compasión
por seguidores y fama sin sustancia.
Crecí con valores que hoy duermen
en el rincón polvoriento de la historia.
Me enseñaron a amar al prójimo,
pero el mundo decidió voltear la cara.
Ahora reina la vanidad,
y si no desnudas cuerpo eres invisible,
ya no importa el contenido, solo el envoltorio.
La música dejó de cantar esperanzas
y se convirtió en ruido que intoxica.
Canciones que celebran la misoginia,
que premian la violencia,
y moldean a una juventud huérfana de propósito.
La injusticia se disfraza de ley,
la mentira de verdad,
y el cinismo ha secuestrado
los últimos fragmentos de integridad.
Los políticos no construyen naciones,
construyen fronteras.
Ponen límites al amor,
al pan, a la dignidad.
Y hay niños —sí, niños—
que aún con la inocencia en pañales,
dan por terminada su historia,
porque nacieron en una generación rota,
que les enseñó a odiarse
antes de aprender a caminar.
La empatía es un lujo escaso,
y el respeto, una especie en extinción.
El mundo,
esa gran jaula con forma de oportunidad,
se ha convertido en una trampa de espejismos.
Y yo…
yo solo soy un corazón errante,
que late en el cuerpo equivocado,
en la época equivocada,
como un exiliado de otra dimensión
donde aún importaba la bondad.
Fui hecha de otro polvo,
tejida con hilos de estrellas y silencios,
y tal vez por eso, mi esencia
no encaja en este molde sin alma.
No busco lástima,
ni pertenecer por fuerza,
solo deseo encontrar
un rincón del mundo
donde no tenga que esconder mi humanidad
para ser aceptada.
Porque incluso los corazones sin dirección postal
merecen un lugar
donde no duela
ser quien son.